Los días siguientes al diagnóstico, lloré. Me dolía todo. Fui consciente que se me venía algo encima que iba a cambiar el rumbo de mi vida
Cuando oí hablar de bebés probeta por primera vez, tenía 18 años y leía un artículo sobre Amandine, la primera bebé probeta que nació en Francia en 1982, “ese bebé venido de otra parte”. Las reacciones que este “apaño” (así se le llamaba en aquella época) suscitó, fueron numerosas. Algunos años más tarde, cuando me estaba planteando ser mamá y me hablaron de fecundación in vitro, sentí algo que todavía hoy me duele.
Después de nuestra boda, concebir un bebé nos parecía algo sencillo y evidente. Sin embargo, los meses pasaban y rápidamente me di cuenta de que algo no iba bien. Lo sentía. Los meses sin embarazo se transformaron en años de decepción, de rabia y de ira. Años en los que cada regla era sinónimo de lágrimas. Años en los que felicitar a cada una de mis amigas por su embarazo me hacía sentir incapaz, anormal, estéril, e incluso algunas veces inhumana. Fuimos a ver al médico. La noticia fue dura y costó de aceptar.
Estaba tan convencida que nosotros nunca formaríamos parte de las estadísticas de parejas infértiles… En ese momento, me sentía incapaz de asumir la inseminación artificial y la fecundación in vitro, de aceptar que la medicina se iba a inmiscuir en nuestra relación de pareja y nuestra intimidad para concebir. Yo quería una noche de amor, plantar la semilla, y nueve meses después, recolectar el fruto de la labor y la paciencia.
Un montón de preguntas aparecían atropelladamente en mi cabeza: ¿sería una mujer normal si no llevaba en mi vientre un bebé? ¿Viviría mi feminidad con normalidad? Y sobre todo: ¿tendría lugar en la sociedad si no llegaba a procrear? ¿Y mi pareja? ¿Tendría ganas de seguir conmigo si no conseguíamos tener niños? ¿Y si me hubiera casado con otra persona, tendríamos los mismos problemas?…
Los días siguientes al diagnóstico del médico, lloré. Me dolía todo. Fui consciente que se me venía algo encima que iba a cambiar el rumbo de mi vida. Tenía miedo y dudaba de todo, y sobre todo de mí. Pero como no podía concebir mi vida sin niños, poco a poco hice el duelo del “bebé sin noche de amor”, y acepté que si queríamos un niño sería concebido de forma artificial. Lo importante no sería la forma como sería concebido. Finalmente, lo único que contaba era el extraordinario amor que le íbamos a ofrecer.